Por la defensa de la Constitución de Montecristi

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lunes, 28 de febrero de 2011

MONTECRISTI VIVE: ¿Quién realmente lucra de la revolución ciudadana?, por Juan Cuvi‏

¿Quién realmente lucra de la revolución ciudadana?[1]
 
Juan Cuvi[2]
 
 
¿Dónde está el poder?
 
            Bob Woorward, uno de los dos periodistas que destaparon el célebre escándalo de Watergate a inicios de los años 70, acaba de publicar un libro[3] sobre la estructura de gobierno en los Estados Unidos. Concluye que quien realmente tiene las riendas del poder en ese país es el complejo militar-industrial, es decir, el Pentágono y los grandes fabricantes de armamentos. Ni la popularidad de Obama, ni su imagen contestataria, ni las expectativas mundiales generadas por su discurso tienen la posibilidad de alterar esta complicada urdimbre.
 
            ¿Por qué un país con una trayectoria civilista incuestionable, con una institucionalidad liberal sólida y con una cultura de los derechos individuales tan arraigada termina sometido a una lógica de poder basada en el más autoritario de los corporativismos? La única explicación posible es que las razones de Estado acaban imponiéndose sobre las razones de la sociedad. La dinámica imperial ha creado el imaginario de un paradigma democrático que debe ser preservado a toda costa. La protección del sistema se convierte así en una responsabilidad sagrada, cuyo cuidado debe ser encomendado a quienes tienen la máxima capacidad para hacerlo: las fuerzas armadas.
            Esta idea de una sociedad necesitada de la tutela de las instituciones públicas que, como lo vemos, logra imponerse hasta en países con una fuerte ciudadanización, parece determinar la orientación de los sistemas políticos en aquellas regiones donde se han oficializado las democracias liberales. Y debido a la creciente complejidad que asumen los Estados, hay una marcada tendencia a delegar este tutelaje a las instituciones con mayor cohesión y solidez, o a aquellas que poseen condiciones más operativas para ejercer y aplicar el poder.
 
             En el caso ecuatoriano, la crónica desintitucionalización que padecemos, sumada a la tradición militarista de la política, vuelve a este tutelaje más desembozado, reiterativo y, lo que es peor, más aceptado. La condescendencia con las intervenciones militares no ha tenido ni orientación ideológica, ni filiación política, ni adhesión de clase. Todos los sectores políticos y sociales, indistintamente, la han aprobado o rechazado en su momento, en función de lo que consideran una defensa o una afectación de sus intereses.
 
            El proyecto político de Alianza País tampoco ha logrado escapar a esta fatalidad, tal como quedó evidenciado el 30S. No solo que las Fuerzas Armadas siguen actuando como dirimentes de última instancia en los momentos en que la conflictividad social o política se desborda, sino que asumen frontalmente el rol de garantes y protectores de la democracia. El estado de excepción decretado, los tanque en las calles, el resguardo de la Asamblea Nacional, y el decisivo involucramiento militar en el ámbito de la seguridad ciudadana así lo confirman (esto sin mencionar la estrategia de control en la frontera norte, que viene desde tiempo atrás).
 
            Paradójicamente, un gobierno que supuestamente nació de la iniciativa ciudadana, que propugna la participación social como requisito fundamental del cambio, que se presentó como un cuestionamiento a los viejos vicios del sistema político, es hoy rehén de la institución menos civilista y democrática del Estado.
 
            Es muy posible que el gobierno obtenga réditos coyunturales luego del 30S; pero quien realmente perdió fue la sociedad. Completamente ausente del conflicto, desmovilizada bajo la falsa creencia de que el gobierno “revolucionario” la sustituye, sin ninguna identificación política con el proyecto de Alianza País, permaneció impasible a la espera de que los militares alzaran o bajaran el pulgar.  No puede ser más obvio dónde finalmente radica el poder en el Ecuador.
 
 
¿Quién acumula?
 
            En todo sistema basado en la existencia de clases antagónicas, la estructura de poder está íntimamente relacionada con el régimen de acumulación. Para el caso que nos compete, la diferencia del esquema de poder es que en los Estados Unidos los jerarcas militares tienen intereses de clase perfectamente definidos, mientras que en el Ecuador la alta oficialidad sigue siendo (salvo contadísimas excepciones) un grupo subordinado al real poder económico, sea este nacional o transnacional. En los Estados Unidos el negocio de las armas es un dinamizador fundamental de la economía, y los productores de armamento se comportan como cualquier otra empresa capitalista; los directorios de estas compañías están integrados por un buen número de generales retirados, muchos provenientes de clanes o familias adineradas, lo cual permite que el poder militar se sustente en y se articule al poder económico-financiero, en función de un régimen de acumulación fácilmente identificable. El discurso de la soberanía y la seguridad nacionales como valores supremos de toda la sociedad es perfectamente compatible con la rentabilidad de la industria militar y, por ende, con el enriquecimiento de sus accionistas.
 
            En el caso ecuatoriano, en cambio, la ambigüedad y el mimetismo de los grupos de poder económico impiden identificar a los beneficiarios del actual proceso de acumulación, el cual está siendo en gran medida intermediado por el Estado. Según algunos analistas, con el actual gobierno se ha producido un viraje a favor de del sector rentista/financiero/importador, el cual constituiría un nuevo bloque de poder; otros sostienen que el patrón de acumulación se mantiene, finalmente, en beneficio del capital transnacional, básicamente de la telefonía y el petróleo; otros señalan que se está produciendo un fenómeno de reconstitución de las élites alrededor del gobierno de Correa, aunque todavía no se podría hablar de una burguesía moderna que logre hegemonía frente a los grupos oligárquicos tradicionales. En lo que todos coinciden –tanto aquellos analistas críticos con el gobierno como sus defensores– es que hasta ahora las estructuras de poder en el Ecuador no han sido afectadas en los más mínimo. Según la opinión de un alto funcionario del régimen, el modelo de acumulación que se mantiene vigente es el urbano-monopólico, al cual se han integrado sectores empresariales agrícolas. A lo mucho se podría hablar de una modernización sin reforma.
 
            Quizás el factor que más dificulta la comprensión del actual proceso sea la propuesta de recuperación y fortalecimiento del Estado como condición previa para la transformación social. Esta propuesta, enarbolada por la izquierda más arcaica, que ha sido cuestionada por los teóricos marxistas más sobresalientes de los últimos tiempos –aunque todavía no ha sido debatida con seriedad en el Ecuador–, actúa como una pantalla que permite alterar las imágenes gracias al juego de luces de la retórica radical o gracias a la tramoya de las movidas coyunturales. ¿Qué realmente ocurre detrás de la pantalla o, mejor dicho, detrás de las políticas de Estado que propician un determinado modelo de acumulación capitalista?
 
            En ausencia de una sociedad activa y organizada, las dinámicas del poder se siguen resolviendo en los entretelones de la política formal. Por ejemplo, para sacar del atolladero iniciativas legislativas y leyes, Alianza País ha preferido los pactos parlamentarios antes que las alianzas con los movimientos y organizaciones sociales. Así ocurrió con leyes como las de Educación Superior, Ordenamiento Territorial, Producción o Servicio Público. La falsa idea de una sociedad incapaz, inmadura e ignorante persiste a tales extremos que hoy se pretende pasar un reglamente para las organizaciones de la sociedad civil totalmente inconsulto, inconstitucional y antidemocrático. ¿Significa esto que para el proyecto de gobierno es imprescindible la subordinación del conjunto de la sociedad a un itinerario fijado desde las alturas? ¿Reeditamos la consuetudinaria elitización de la política nacional, ahora parapetada detrás del Estado y de una retórica progresista?
 
¿Socialismo sin sociedad?
 
            La nebulosidad de intereses al interior de Alianza País como espacio político impide precisar las contradicciones y los conflictos de poder que están en juego. El partido de gobierno no es una confederación de grupos y tendencias únicamente debido al pragmatismo que le demandó el vertiginoso proceso de conformación electoral; lo es porque, a falta de un escenario integral donde converjan los actores políticos –como corresponde a una sociedad moderna–, se ha convertido en el principal espacio de confrontación política del país. En cierta forma, la Asamblea Nacional resulta una pantomima al lado de un encuentro del buró político de Alianza País o de una reunión del círculo íntimo de Carondelet, donde se toman las decisiones efectivas. Por ello no sorprende que grupos oligárquicos monopólicos y políticos de derecha compartan mesa con militantes de izquierda y con dirigentes sociales, expresen sus discrepancias, negocien políticas públicas y leyes y hasta provoquen enfrentamientos cercanos a la ruptura, sin necesidad de salir a la escena pública. Los conflictos de poder, es decir la política nacional, se resuelven dentro de los linderos del oficialismo.
 
            Por ahora, rupturas, divisiones o disidencias al interior de Alianza País lucen improbables, puesto que una eventual separación del movimiento implica, en la práctica, una proscripción de la política nacional. Ello explica la existencia y la conformación de distintos grupos a su interior, que expresan diferencias de fondo pero que en última instancia, por instinto de supervivencia, seguirán sometidos a la autoridad de Correa y del pequeño grupo que realmente detenta el poder… salvo que las decisiones presidenciales pasen de castaño a oscuro, como está ocurriendo con la convocatoria a consulta popular. Las dificultades, demoras y postergaciones para presentar las preguntas de la consulta evidencian profundas discrepancias al interior del partido del gobierno y del movimiento oficialista. Las desafiliaciones individuales confirman la insatisfacción y el hartazgo de ciertos asambleístas con la sumisión que exige el poder.
 
            Nada de esto asombraría si no fuera porque de por medio está el fracaso de la construcción de un proyecto de izquierda asentado en la sociedad y no en la burocracia pública (ahora entendida como sinónimo de socialismo). Largos años de intensa movilización social, que derivaron en las multitudinarias protestas que destituyeron a tres presidentes, presagiaban una salida política más afirmada en el fortalecimiento de la sociedad como principal actor político del cambio, y no en la suplantación tecnocrática de las organizaciones y movimientos sociales.
 
            Mutatis mutandi, los levantamientos indígenas y el movimiento forajido pudieron haber sido una fuente de inspiración similar a la que encontró Marx en la Comuna de París; es decir, la expresión más tangible de que el socialismo se construye prioritariamente con la sociedad, no con los aparatos que la remplazan (ya sea el partido o la burocracia del Estado). Es más, la célebre concepción leninista de la utilización del Estado como tutor y motor de la transición socialista, que fue llevada a extremos aberrantes por Stalin, está considerada por muchos estudiosos como la principal causa del fracaso de los modelos desarrollados en Europa del este.  Hoy mismo Cuba está padeciendo el anquilosamiento de la burocracia estatal y partidista en su intento por aplicar un giro de timón que la salve del marasmo.
 
            En este mismo sentido hay que analizar la reciente ola de protestas provocada en Bolivia por el denominado “gasolinazo”. Puede ser cierto que algunas acciones hayan sido promovidas por grupos interesados de la derecha, tal como lo denunció Evo en un intento por atenuar la gravedad de los hechos; pero esas son declaraciones de política diaria. Lo de fondo es lo más complicado. Según la analista de izquierda Isabel Rauber, lo verdaderamente preocupante es el paulatino divorcio que se ha venido produciendo entre una élite tecnocrática de gobierno, que se cree ungida por la revolución, y las organizaciones sociales que llevaron a Evo a la presidencia, y que son las que realmente pueden darle contenido y sostenibilidad a un proceso de transformación social. Afortunadamente –señala la analista– el estallido obligó al gobierno a replantear su estrategia de conducir el proceso prescindiendo de las bases sociales. Para ello ha sido fundamental la trayectoria y el origen político del presidente, sumados a esa atávica sabiduría indígena que permite escuchar a los otros y reconocer la superioridad ajena.
 
Más que por las supuestas similitudes de ambos procesos, lo sucedido en Bolivia es importante para nuestro país por las reflexiones de fondo a que nos obliga. La falsa idea de que la agenda y los tiempos del gobierno no pueden detenerse a considerar los ritmos más lentos de la construcción colectiva produce réditos inmediatos, pero sacrifica el futuro. Acelerar los cambios pasando por encima de la participación popular es una ilusión tecnocrática refundacionista, un delirio revolucionario de quienes pretenden provocar hechos “históricos sin precedentes” desde las oficinas públicas, desde los informes oficiales o desde la propaganda gubernamental.
 
Nuevos conceptos para nuevas épocas
 
            La compleja relación entre Estado y sociedad, que surge sobre todo durante la modernidad, necesita ser dilucidada desde un análisis serio de los hechos históricos y políticos[4].  La doctrina del tutelaje estatal ha derivado en propuestas que, a la luz de la evolución contemporánea de las sociedades, pasan de ser progresistas a ser francamente retardatarias.  Una de ellas es la redistribución de la riqueza que, en su misma etimología, parte de la noción de un “distribuidor”, cuya responsabilidad se le asigna al Estado en calidad de “buen padre” que reparte los bienes de manera justa y equitativa entre sus hijos (resulta inevitable encontrar en esta visión coincidencias con la vieja fantasía medioeval del “rey bueno”, preocupado indistintamente por todos sus súbditos).
 
El problema es que el Estado no es neutro y, por lo tanto, tampoco es imparcial, justo ni equitativo. Está integrado por instituciones imperfectas o deficientes, por personas con intereses concretos, por representantes directos e indirectos de grupos de poder económico, por mafias burocráticas, etc. El Estado refleja conflictos de poder concretos y palpables, que no pueden ser resueltos a favor de toda la población por la simple intervención de un gobernante honrado imbuido de buena voluntad. En principio –y haciendo una simplificación extrema de las tesis de Marx–, la riqueza que produce la sociedad en su conjunto le pertenece a esa sociedad como conjunto. Si las estructuras sociales desiguales provocan una sistemática expropiación de dicha riqueza a favor de unos pocos, la opción no es buscar quien magnánimamente la redistribuya, sino lograr que la sociedad se reapropie de la misma y, sobre todo, que se apropie del proceso de producción permanente de riqueza. En ello radica la democracia y, en consecuencia, el socialismo: es el poder de la sociedad para decidir sobre el destino de los recursos generales.
 
Pero esta utopía únicamente es viable fortaleciendo a la sociedad, sobre todo a la sociedad organizada desde abajo, desde procesos y experiencias autónomos y recurrentes.  Esta es la observación que desde la izquierda se le ha hecho a Evo Morales luego del gasolinazo, y que le calza aún más al gobierno de Correa. Criminalizar la protesta social, enjuiciar a los dirigentes indígenas, controlar a las organizaciones de la sociedad civil o estigmatizar a los movimientos de base contradice esta aspiración y, peor aún, impide la construcción de un nuevo tipo de institucionalidad y legalidad basadas en una auténtica participación social.
 
 
Enero 2011
 


[1] Este artículo, publicado en la revista Tendencia número 11 de febrero y marzo del 2011, ha sido elaborado a partir de las intervenciones de un amplio grupo de analistas en el conversatorio “Balance político del gobierno de Rafael Correa”, realizado el pasado 14 de diciembre por invitación del ILDIS y la Revista La Tendencia. Debo expresar mi reconocimiento a todos los participantes; las principales ideas son aportes suyos.
[2] Analista político independiente, ex dirigente de Alfaro Vive Carajo. Ex asesor en la Asamblea Constituyente de Montecristi.
[3] Bob Woodward, Obama’s War, Simon & Schuster, New York, 2010.
[4] A propósito se puede revisar un corto ensayo que escribí en junio de 2009,  titulado El complejo de lazarillo: ¿necesita la sociedad civil un gran Estado tutelar?